El ruido y la imagen
Mario Benedetti
Lo
dijeron y lo repitieron esclarecidos portavoces de Algo: “Se acabó la
escritura. La literatura está condenada a morir. De ahora en adelante
sólo existirá la Cultura del Ruido y de la Imagen”. Y comenzó la
planificada destrucción. Los escritores y compositores se sintieron tan
abochornados que paulatinamente fueron dejando de escribir y componer y
se dedicaron a la informática, a la política, a la pesca, al
psicoanálisis, al tenis y a otros oficios más o menos rentables.
No
obstante, aún quedaban en las librerías y bibliotecas numerosos poemas,
novelas, cuentos, dramas, letras de canciones, partituras musicales.
Con verdadera astucia, los cultores del Ruido y la Imagen decidieron no
destruir autoritariamente toda esa escoria del pasado; prefirieron
gastarla a un ritmo vertiginoso, a fin de que (sin que nadie pudiera
acusarlos de violar los derechos humanos y otras majaderías) se
consumiera definitivamente y no volvieran más su vetusta blandura.
En poco tiempo, las teleseries y los filmes para cable consumieron todo el stock
mundial de novelas dramas y guiones y ya nadie se atrevió a contar nada
en pantalla. Las imágenes aprendieron a no narrar, simplemente
estallaban. La agonía de la música fue más lenta pero también llegó. Ya
nadie se acordaba de Mozart ni de Bartok ni de los Beatles ni de Sting
ni de Chico Buarque.
Dentro
de la más absoluta libertad de expresión, los letristas de canciones
fueron conminados a reducir sus textos a lo mínimo. Fue así que en
octubre de 1997, el hit number one llevó como letra una sola
línea infinitamente repetida: “Voy, vengo, y no voy más, nunca más nunca
máaaaaaaaaas.” En abril de 1999, la letra del number two tenía
seudoreminiscencias criptolíricas: “Después del martes viene el
miércoles, aaaay.” Por supuesto que en inglés tales letras sonaban
bastante mejor. El advenimiento del nuevo siglo fue saludado con un hit
que los entendidos consideraron como una obra maestra de síntesis
socioeconómica: “Lancémonos lancémonos”, pero tres meses después la
erosión tautológica la había reducido a “Monoooos”.
Mucho más tarde, con el desarrollo del pos-posmodernismo (popularmente conocido como el pospós) y el estallido del preneo-cavernismo (popularmente conocido como el preneo),
coincidente este último con la celebración del segundo decenio del
Quinto Centenario del Descubrimiento de América, la cultura del Hiper
Ruido y el super Temblor de la Imagen acabó por imponerse y suprimió
radicalmente toda huella de melodía, esa cosa inútil, y todo rescoldo de
palabras, esa basura. Los conjuntos que aparecían en la ex pantallita y
ahora pantallota se limitan a emitir grititos, gruñidos, alaridos, que
no llegaban ni siquiera a ser sílabas, ya que eso habría sido
considerado como una grave señal de conservadurismo. Sin embargo,
semejante mutación oral no fue debidamente registrada a nivel popular en
toda su magnitud, pues a esa altura la diaria catarata de
macrodecibeles había dejado sumida en la sordera a todo un mundo de
neoanalfabetos (también llamados neoanalfas). Cabe asimismo
recordar que las campañas de desalfabetización, a nivel mundial,
cuidadosamente planificas por los Ministerios de Defensa y Ataque de los
cinco continentes, habían sido el mayor logro de todo un quinquenio.
Fue
entonces cuando un memorioso de la tercera edad, en realidad un
veterano polizón (advertencia para correctores: no confundir con polizonte)
que en el año MMIV había llegado al puerto de Palos en una de las
piraguas que redescubrieron Europa, y luego se había escondido, para
leer viejos folios, en cierta catacumba llamada Subsuelo V, se animó a
salir a la superficie y a la consideración pública.
Todavía
no se sabe cómo lo hizo, pero lo cierto es que consiguió editar, con
tipografía gastada y papel muy modesto, un breve folleto titulado Caperucita Roja golpea otra vez (identificado en las más refinadas catacumbas como Little Red Riding Hood Strikes Again). En
vista del neoanalfabetismo circundante, el ex polizón subió a un banco
de la plaza y noche a noche fue narrando su historia a los transeúntes.
Después de todo, a la gente siempre le ha gustado que le cuenten cosas.
Así que el memorioso leía y volvía a leer el breve folleto de su autoría
ante un público cada vez más numeroso y los dejaba a todos con la boca
abierta.
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